miércoles, 7 de octubre de 2009

DEL VALOR DE NO DORMIR SOLO

No resultará extraño para muchos que hoy, superada al menos superficialmente la psicosis pecaminosa del cristianismo, dormir tenga implicaciones emocionales más fuertes que follar. Es ya un lugar común de nuestro tiempo la sensación de que, después de un polvo, y tras ciertos chapoteos más o menos eróticos, el amante sobra. Follar, por desgracia y en tanto que proceso que aun reducido a lo puramente fisiológico es apasionante, se adapta bien a un mundo donde la velocidad y un placer egoista e infantilizado imponen sus mediocres leyes. Aquí estamos, instantáneos, de usar y tirar, usandonos el uno al otro como si fueramos cosas para corrernos y pasárnoslo bien. Poyas y coños que responden como perros de Paulov.

Dormir junto a alguien exige una disposición diferente.

Por un lado dormir te expone a peligros, por lo que dormir con alguien es una apuesta en la confianza. Por otro lado, el tacto de los cuerpos tiene, en el dormir acompañado, un horizonte quizá menos excesivo pero mucho más profundo y enigmático, que no puede dejar de testimoniar una frontera, y por tanto una pregunta que vuelve sobre uno mismo. A nivel psicológico, la noche siempre ha sido la caída de las sombras (los fantasmas de la noche), el momento en que recapitulamos los días y la vida y hacemos balance, en el que somos conscientes del paso del tiempo, en el que sentimos la soledad, en el que aparecen los sueños y sus extrañas preguntas, en el que tiritamos por nuestra inmortalidad fracasada. La noche nos pone la realidad a flor de piel. La noche nos vuelve íntimos. De alguna manera, las personas necesitamos pasar la noche como se pasa un puerto de montaña o una emboscada, y nos acurrucamos con algo, bien sea un recuerdo, una almohada, un sueño, un deseo, o un cuerpo que se tenga a mano, y con el que exista la comodidad y la complicidad para ser naturales, frágiles y sencillos, como son las briznas de hierba.

En esta sociedad de idiotas patológicamente incapaces de comprometerse ni compartir nada, en el que cada decisión o gesto parece que te cierra una puerta para algún día llegar ser esa estrella del rock o del cine que todos creen llevar dentro, tener ganas de dormir con alguien, y no simplemente dejarse caer en los alrededores de un polvo, porque ya no pasa el bus o porque se esté demasiado cansado para irse, es una señal que apunta al amor.


Se podía haber dicho con menos rodeos:


La noche, contigo,
me orilla la vida.

Yo,
que siempre muero ahogado
en el fondo del vértigo:
naufrago, al fin,
en la isla desierta de tu respiración.

Mi infinito encuentra en tu piel su resumen.

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